Era de estatura algo más que normal, fuerte contextura, facciones regulares, ojos verdes, cabello hondeado y bigote bajo.
Su padre había sido un poblador del sur de Santa Fe y su madre, llamada Felipa Bargas, era una india criada entre los cristianos. Inició sus servicios a los 15 años en la guarnición del Fuerte Federación, origen de la ciudad de Junín.
A partir de 1840, estuvo ininterrumpidamente en la zona, sobre las líneas de frontera. Durante un año, hasta Caseros, integró el contingente del Fortín Chañar, y en 1853 fue correo, durante un año, entre aquella Comandancia y Buenos Aires, viaje que hacia a caballo normalmente en dos días.
Cuando las milicias de campaña se convirtieron en Guardia Nacional, Bargas queda incorporado con el grado de Alférez.
Continuó en Junín, hasta la época que se adelantó la línea hasta Ancalú Grande (hoy General Pinto), luego estuvo a las órdenes del Coronel López en la zona de Ancalú Chico (Hoy San Gregorio).
El Coronel Hilario Lagos se refirió a él en los siguientes términos:
“Existe en el Regimiento de Guardias Nacionales de este punto el Capitán Pablo Bargas, que ha hecho su carrera de oficial desde Alférez en el mismo cuerpo, habiendo adquirido gran ascendiente ante sus compañeros debido a su comportamiento toda vez que se ha ofrecido batir a los indios, agregándose a ello su conocimiento práctico del Desierto”.
Junto a los lanceros de Junín, participó en la batalla de San Carlos contra el Cacique Cafulcurá.
Sirvió seguidamente con el Coronel Borges en Junín, y luego con el Coronel Villegas, a cuyas órdenes actuó como Capitán del 3 de Caballería de Línea.
El Congreso de la Nación, a iniciativa de la Cámara de Diputados, le acordó por sus servicios una pensión, sostén de sus últimos años, y el Gobierno de Buenos Aires lo premió con un revólver calibre 44 con las siguiente inscripción: “El Gobierno de la Provincia de Buenos Aires a don Pablo Bargas, capitán de la brava Guardia Nacional de Junín”.
Fue Baquiano por excelencia, indispensable tanto para los boleadores, para el regimiento de Lanceros, como para las fuerzas de la línea de la guarnición.
El campo no era ni remotamente lo que es en nuestros días: sin ferrocarriles, sin postes telegráficos ni telefónicos, sin poblaciones, sin arboledas, sin alambrados, sin cultivos, sin molinos ni puntos de referencia en extensiones inmensas; lanzarse a ellas era como lanzarse al mar, y el baquiano en aquellas soledades equivalía a un piloto…… Ser baquiano requería condiciones no comunes, verdadera vocación y experiencia.
Entre los cristianos como entre los indios, los baquianos propiamente dichos eran tan contados que en una y otra parte, en aquella extensa región, no se destacaron como tales más que Pablo Bargas entre los primeros y Pichi Pincén entre los indios.
El baquiano lo mismo que el rumbo, sabía de las aguadas para hombres y bestias, captaba indicios del campo, inadvertidos para los demás.
De día o de noche, él veía en el firmamento cuanta sed habría que soportar hasta la próxima aguada, cuanto hambre hasta lograr alimento, y cuanto cansancio hasta la próxima etapa.
En materia de pronósticos del tiempo, era un barómetro viviente. Y admiraba su interpretación de las expresiones de la naturaleza. Sus afirmaciones no se discutían, su responsabilidad era reconocida y sus indicaciones acatadas.
Don Pablo Bargas murió en Rufino en 1911 la edad de 86 años, en la chacra que le donó el Gobierno por sus servicios.
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El viernes 30 de abril de 1993, a las 10:45 horas, el poeta de Rufino, José María Plaza, tenía el compromiso ineludible de estar en el cementerio local para participar en el homenaje que se le rendiría al Capitán Pablo Bargas al conmemorarse el 82° Aniversario de su fallecimiento.
El jueves 29 de abril, un día antes de aquel homenaje, el poeta rufinense fallece. Momentos previos a este fatal desenlace le entrega a un amigo el discurso que había realizado para tal acontecimiento. Se cree que éste fue lo último que escribió José María Plaza. Además en ese homenaje recitaría una poesía que había escrito años anteriores y que a continuación transcribimos:
Semblanza de Pablo Bargas
Al glorioso Capitán Fortinero, sepultado en la ciudad de Rufino
I
Desensillaba el sol en los confines
del desierto con nuevos reverberos,
y los bravos soldados junineros
desvelaban la sangre en los fortines.
Fibra robustecida en los clarines
y bautizada a chuzas y entreveros
cuando el indio fue en tristes derroteros
ráfaga audaz de vinchas y de crines.
Y allí junto a otros guardias nacionales
mostró sin vanidad su airosa estampa,
quien supo de templanza y luchas largas.
Y al contemplar los vastos pajonales,
era una estatua en medio de la pampa
¡la heroica talla de don Pablo Bargas!
II
Capitán cuyos épicos blasones
de “gaucho sableador y de lancero”
mostraron su valor de cuerpo entero
en el hondo ulular de los malones.
Consumado jinete en sus acciones,
justo en su proceder, aunque severo,
fue el cacique “Coilá” su prisionero
en una de sus tantas excursiones.
Cuando éste penetró por la frontera
del sur de Santa Fe, ya la señera
figura de don Pablo Bargas aparecía
con 32 soldados a su mando
y al ir los invasores claudicando
un respiro salvaje se extinguía….
III
Forjando en los combates, patentaba
una ágil contextura de espartano,
y en su enhiesto bigote, algo entrecano,
su patriarcal destino se anunciaba.
Su ascendencia materna proclamaba
un pasado aborigen, y no en vano,
Pablo Bargas hablaba el araucano
al tiempo que en las lides se fogueaba.
La anécdota registra en firme trazo
a Cipriano Catriel y el fuerte abrazo
que le dio al ser vencido en la contienda.
Y el cacique ignoraba en esa alianza,
que en el instante de entregar la lanza
¡ya le estaba escribiendo su leyenda!
IV
Así fue entropillando una por una
las escenas de tantas correrías,
entre un paisaje gris de tolderías
y una hostil vigilancia inoportuna.
La Picasa, el Salado, la laguna del Mono
y la Calera ¡Cuántos días
desgastando distancias y energías
en la arisca extensión de pasto puna!
Y al entrar a Junín aquella tarde,
tuvo que hacer de su coraje alarde
y por poco su zaino de desboca
V
Hasta Pincén con su mirada altiva,
reconoció sus ímpetus guerreros,
cuando junto a los bravos junineros
se enfrentó con su causa primitiva.
La noche entre relámpagos cautiva
se acentuó en espaciados aguaceros,
y otro triunfo agregaron a sus fueros
¡los guardias nacionales de Ataliva!
Fue éste un Comandante recio y recto
que a su leal Capitán profesó afecto
cuando sin titubear siguió sus pasos…
Por esos años después, sin nada suyo,
Pablo Bargas mostraba con orgullo
¡la condecoración de des lanzazos!
VI
Ya casi centenario, eran sus horas
de nobles y profundas reflexiones,
porque fueron sus grandes ambiciones
sólo sus ancias civilizadoras.
Tan lejos de implacables boleadoras.
de sables, carabinas y bridones,
y del avance cruel de los malones
tiñendo aún más de sangre las auroras.
Cual una llama se extinguió su vida,
mas su epopeya seguirá encendida
al calor de su ejemplo evocativo…
hoy sus restos descansan en Rufino,
que honra de tener a este argentino
yacente aquí pero en la historia vivo.
…………………………………………………….
Pablo Bargas en una de sus acciones
Durante la revolución de 1874, derrotado el Cacique Cipriano Catriel en Blanca Chica y Olavarría por el jefe de vanguardia del Ejército Nacional teniente coronel Hilario Lagos, restándole a la revolución novecientos lanceros indígenas, al cacique en desgracia se le habían sublevado sus indios dirigidos por sus propios hermanos, muy luego fratricidas, encabezados por el peor, Juan José. Ellos acababan de dar muerte a don Serapio Rojas y a su hijo, a quienes habían robado.
El episodio fue descripto en dos plumazos de su prosa sustanciosa por don Julio Costa que fuera diputado nacional y gobernador de Buenos Aires, y que tuvo su juvenil actuación militar en aquellas circunstancias.
Derrotado con los revolucionarios y rondado por los suyos sublevados en trance de matarlo, el cacique que había hecho toda la campaña en una volanta, asfixiándose en ella porque entendía tener así más lujo e con él más jerarquía, a él, cacique general,
le complacía en su vanidad este último título o apodo: tumbaba la volanta y la convertía en trinchera y, parapetado en ella entregarse y que tenía en un mano la valija de sus funciones y en la otra un winchester con ocho tiros, con el estanciero Zapata con su rémington, con su propio secretario Santiago Avendaño y son seis indios que le quedaban fieles.
El pequeño grupo sin más elementos de defensa que los enumerados, más la lanza y la temible bola perdida del cacique, no tenía otro recurso que morir peleando y pronto hubiera llegado su fin en aquel campo ensangrentado de entre cuyos muertos retiraban al coronel Borges, conduciéndole a la estancia “Wetel” donde se lo amortajó; allí rodeado por la indiada embravecida y amenazado por las bocas negras de los rémingtons vencedores ya próximos, en aquel momento tan crítico para el cacique, refiere don Julio Costa: un hombre montado en un pangaré cubierto de sudor y espuma, lo rayó en el centro ya reducido de la escena, se tiró al suelo y, aproximándose resueltamente a la volanta, gritó ordenando con voz metálica por entre sus tupidos bigotes, imponiéndole a todos, a los indios que rodaban amenazantes, a la tropa que llegaba y al pequeño grupo de víctimas en cierne pero irreductibles:
– Por orden del comandante Hilario Lagos, jefe de vanguardia del Ejército de la Nación. ¡Ríndase al capitán Bargas el cacique Cipriano Catriel! ¡Pena de la vida al que lo mate o lo hiera!
– ¿Qué seguridad se me ofrece? –inquirió el cacique. A lo que el recién llegado le replicó en su idioma:
– Mi garantía hasta que lo entregue al Coronel Lagos.
Y fue entonces cuando el cacique, reconociéndolo, tirando la lanza abrió los brazos para estrechar entre ellos a Bargas a tiempo de decirle:
– ¡Hermano, hermano!
Hacía dos años, pie a tierra, en un cuerpo a cuerpo a lanza, sable, cuchillo y bola, en la batalla de San Carlos, habían peleado juntos contra Cafulcurá, en cuyo campo el contingente de lanceros de Junín, entre los doscientos guerreros muertos de Catriel había dejado los suyos y un reguero de sangre de su capitán Bargas herido.
Resuelta la situación del cacique se dirigieron a Olavarría. Bargas tuvo que hacerlo con él en su volanta, escoltándolos los lanceros de Junín; pero a cierta distancia le flanqueaban los indios de la tribu sublevada. Les había contenido en su aparición, sorprendiéndoles la actitud resuelta de Bargas; pero repuestos, no renunciaban a la cabeza de su cacique y los acompañaban amenazantes.
Precavido Bargas dispuso no detenerse en horas de la noche para no exponerse a una sorpresa en las tinieblas, descansaron de día.
Llagados a Olavarría adonde se separaron, al cacique para testimoniarle a Bargas su amistad y agradecimiento no se le ocurrió nada mejor que regalarle su volanta, trofeo – encierro, en el que el obsequiado no tuvo más remedio que meterse y hacer el viaje hasta Junín, donde a su vez se la obsequió a su coronel Roca que la archivó en la cochera de su quinta.
En libertad después el cacique, murió a manos de sus indios, su propio hermano Juan José fue el primero en agredirle.
Los indios amigos
Junto a la laguna, donde después fue la estancia de don Benito Villanueva, tuvo su rancho el teniente coronel Pablo Bargas, cuando ya sometidos los indios pudo llamarse a sosiego, pero le ocurrió algo que él no se explicaba.
Juntamente él que les había peleado tanto fue el más sorprendido cuando los indios de Pincen empezaron a caer a su rancho, al que también por su propio deseo, había de llegar después el mismo cacique.
Dos indios jóvenes, hermanos, fueron los primeros. Llegaron con tres caballos pampas, baguales domados por ellos: un zaino, un gateado y un zaino overo, de tan galopados, levantados de barriga y con los bordes de los vasos de las patas comidos por el roce de las pajas y del pasto puna.
¿Y qué iba a hacer el bueno de don Pablo¡ Si no acogerlos, como lo hizo con todos los demás que, al golpear su puerta, ejercían el entonces sagrado derecho a la hospitalidad del dueño de casa y de la civilización en la que se amparaban.
Transcurridos algunos días, los dos jóvenes se habían repuesto y sus caballos reposados y bien comidos, empezaban a ser otros; ello les permitió participar en las ocupaciones de don Pablo y sus hijos; como la atención del ganado vacuno y yeguerizo y en las boleadas de baguales. Abundaban los avestruces y tras ellos se les iban los ojos hasta que el hijo de don Pablo, Jeromito, con el que eran muy camaradas, por complacerles pidió a su padre que permitiera a uno de ellos hacer algún tiro de bolas.
Accedió él y una mañana tomó caballo el indio. Jeromito interesado en ver la prueba hizo otro tanto. No ensillaron, ambos pusieron a sus caballos un bocado, les echaron encima un cuero liviano suelto y sobre él saltaron, y se alejaron.
Don Pablo y el indio hermano, que estaban cortando un cuero, quedaron junto al rancho.
En eso fue atraída su atención hacia la playa de la laguna inmediata. Se había levantado una avestruz y el indio iba tras él desprendiéndose una boleadora.
A lo lejos se visualizaba al indio que con un movimiento de riendas levantó su caballo armándolo y, serenado el avestruz en la carrera, entonces largó el pingo. Corrían en la playa. Iba el boleador libre el busto, flexible la cintura, bien calzados los muslos y las piernas, de las corvas abajo, sueltas, como para hacer con las espuelas lo que se ofreciese; en la diestra oprimía el par de bolas.
A Jeromito le pareció que estaba lejos de la presa para el tiro; pero el indio, conservando una bola en la mano, arrojó la otra al aire, a tirón la voleó y lanzándolas con buen brazo y en tiempo, con el impulso del cuerpo y con el que le proporcionó el movimiento del caballo.
Llegó la boleadora al avestruz, y le bajó el cuello al rozárselo, lo que le hizo perder pie. Gritó el indio, y acelerando el caballo acortó distancia. Repitió el procedimiento con otro tiro de tanteo, y cuando echó mano a la cintura para desprender la tercera boleadora, ya estaba justo para los que había estado preparando: el poderoso tiro de tres vueltas que hizo con soltura y junto con su alarido de triunfo, el avestruz hecho un revoltijo de plumas, rodó largo trecho.
Ante aquel resultado, don Pablo les proporcionó caballos y las boleadas de los tres aficionados ayudaron, con la venta de la pluma, al modesto presupuesto del rancho.
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De Bartolomé Gutiérrez. Fue escrito especialmente para La Prensa de Buenos Aires en época del centenario de la Independencia
Trescientos Jinetes
(Romance de Gesta)
Trescientos rudos jinetes,
flor de gauchos de frontera,
boleadores de los pagos
de Junín y Cruz de Guerra,
mandados por Pablo Bargas
que por las propias campea.
Van cruzando por los campos
en la alta noche serena,
acalladas las coscojas,
maneadas las espuelas
y trabados los cencerros
de las yeguas madrineras.
Miran la pampa dormida
impasibles las estrellas
y el viento en los pajonales
canta su canción eterna.
Y siguen tras Pablo Bargas
que por instinto rumbea.
Sin un rozar que los marque…
Sin un rumor que los venda….
al tranco de sus caballos
y al fulgor de las estrellas,
¡trescientos rudos jinetes
flor de gauchos de frontera!
Cuando surge el sol, que tras
su indecisa luz primera
se derrama rutilante
por las llanuras desiertas,
Pablo Bargas y sus hombres
al galope se dispersan
buscando del enemigo
rastros, señales o huellas….
En deshilada se extienden
o se abren en amplia rueda
o se agrupan o desbandan
se aproximan o se alejan;
inquieren polvos y vientos
y hasta las aves que vuelan,
¡enloquecida perrada
husmeando la pista fresca!.
Y al dar con la rastrillada
– que tierra adentro se interna
marcando los pastizales
y los vientos y la tierra-
arrollan con sus silbidos
a las tropillas dispersas
ansiosos por ensillar
sus caballos de pelea.
¡Ya las manos afanosas
los paran y los enfrenan!
Y ya ciñen los colmillos
el correón de la encimera,
y ya las lanzas empuñan
y ya el corazón aprestan.
(¡Los caballos alerteando
hacia el Desierto orejean!)
y después de persignarse
como cristianos de veras
– embravecida perrada
oliendo la pista fresca –
trescientos rudos jinetes
a tierra de infieles entran
al galope redoblante
de sus potros de pelea.
(En la punta Pablo Bargas
pelo a pelo y rienda suelta
lanza de seis pasadores
y pistola de dos cebas).
Van cantando los cencerros
de las yeguas madrineras
entre rodar de coscojas
y vaivén de pontezuelas.
Requintados los chambergos
Por la brisa mañanera
que alarga con sus caricias
crines, ponchos y melenas….
joyantes de platería
crujientes las estriberas,
brillantes al sol las lanzas
resonantes las espuelas…
así por la rastrillada
– bajo el cielo azul turquesa
donde nubes blancas ponen
sus candores de azucena,-
allá van con Pablo Bargas
que por las propias campea,
¡trescientos rudos jinetes
flor de gauchos de frontera!.
Realización: Miguel Angel Barucco.
Fuente:
ü “La Lanza Rota”, de Dionisio Schoo Lastra – Ediciones Peuser – 1953.
ü Fotografía extraída del libro “Gringos” de Roberto Landaburu – Fondo Editor Mutual Venado Tuerto.
ü Diario NOTICIAS, sábado 8 de mayo de 1993.
Material: Museo y Archivo Histórico Municipal de Rufino.
Agradecimientos: Al Sr. Oscar González encargado del Museo y Archivo Histórico Municipal de Rufino.
19 de septiembre de 2002