Aquel domingo pasadito el mediodía, Rufino se paralizó de alegría, satisfacción y orgullo. ANGEL MEUNIER terminó aquella hazaña de la primera vuelta levantando el acelerador porque su escolta había quedado a largos minutos.

Los brazos se alzaban en el Parque Cerrado, la emoción de los conocidos, privilegiados testigos, explotaba en lágrimas.

Meunier paró el motor, abrió la puerta y bajó con una simple sonrisa, humilde, campechana y franca como su personalidad. Ni levantó los brazos. Cuando los abrazos lo apretaban amontonados se humedecieron sus ojos. Seguramente allí comprendió que el sueño de mil noches se había hecho realidad y entonces respondió a cada saludo, a cada abrazo, a los autógrafos y las fotos.

Por Aníbal Martini.