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Pelusa

Los rulos le caen sobre la cara y contesta con frases cortas, mirando al piso. Mi sueño es jugar un mundial y salir campeón con Argentina, dice.

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Y pasa el verdulero, el comprador de cobre, el afilador de cuchillos. Con la mirada les promete algo. Se apaga la cámara y se va abrazado a su mamá. Le da un beso en el cachete. A ella también parece prometerle algo. Se arma un remolino de polvo y mugre.

Juega un mundial.
Y arranca por la derecha el genio del fútbol mundial, dice un uruguayo desde la cabina del relator, puede tocar para Burruchaga, continúa, genio, genio genio, ta ta ta… y el corazón le explota, como también le explota la garganta. Se va para el banderín del córner, mira al palco y levanta los ojos al cielo. Y se acuerda de Fiorito, del afilador de cuchillos, del verdulero, del comprador de cobre, de la mugre y el polvo, de la madre de los pibes, de los pibes. Se acomoda el pantalón y mira a sus compañeros. Se ríe. Se les ríe a ellos porque sabe que al menos acá, en éste rectángulo de césped, no pueden usar las balas.

Sale campeón con Argentina.
Saca al sur de la mierda. Se pasea en pelotas por Turín, por Milán. Y mientras se pasea yo escribo, así, corto, porque voy mirando cómo lleva la pelota al pie. Voy a su ritmo. Tac, tac. Se pasea y se droga. Los pasea y se droga. Se mete medio PBI de Italia por la nariz mientras piensa que pedazo de jugador puede ser si deja de tomar. Los putea y les gana. De vez en cuando pierde, pierde y llora. Y si él llora nosotros acá también lloramos, porque es el reflejo de un pueblo, un pueblo sucio, pobre y cabeza que no tiene más armas que una pelota para amortizar el orgullo herido. Por eso duele tanto.
Lo sancionan y vuelve. Se pelea con los poderosos. Nunca se olvida de donde viene y eso es lo que a ellos les jode, que use sus tapados, sus autos y sus yates mientras mete los pies en el barro. Y yo sigo escribiendo en caliente. Se juega las últimas fichas. Encima de jugador también tiene que hacer de bombero, de presidente, de ministro. Es el hombre orquesta. Y allá le cortan las piernas, bien lejos de casa, en terreno ajeno, bien a lo cagón. Pasa el tiempo y vuelve. Se gasta los últimos cartuchos y se retira con una sonrisa y una frase: La pelota no se mancha, dice, yo me equivoqué y pagué. Y pagó nomás; pagó el precio de dejar en off side a los corruptos.
Su vida es un cambalache. Nunca está tranquilo. Se mete a jugar al golf en musculosa y con un tatuaje del Che. Engorda y baila con la muerte, a oscuras, un vals bien lento sobre un piso lleno de brea. Sus hijas lo sacan. Parece que es inmortal. Las cámaras lo siguen buscando y él ni se molesta en jugar a las escondidas. Está cansado.

Agarra la selección.
Y va a otro Mundial pero ahora lo mira desde el banco. Siente un puñal en el pecho mientras nos meten cuatro; mientras lo putean y el los mira como diciendo ¿A mí me hacen esto? Se va a la otra punta del mundo a buscar un poco de tranquilidad, pero lo que no sabe es que en Qatar también hay cámaras, y cuantas cámaras. Pasea por México antes de retornar al país, para ver si por allá todavía se acuerdan de él.

Vuelve.
Y con ese andar chueco peregrina por las canchas como un rockstar. Dicen por ahí que es su gira despedida. Lo operan.

Camina por una calle de Fiorito que es de tierra. Mientras se levanta polvo y mugre ve que la Tota le hace señas para que vaya a tomar el mate cocido. La abraza. Che, ma, le dice, soñé que ganaba un mundial.

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Por Nicolás Marcucci

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