La duquesa Cayetana de Alba murió hoy a los 88 años, en su casa de Sevilla, el emblemático Palacio de las Dueñas. Desde que ingresó a la Unidad de Cuidados Intensivos de la Clínica del Sagrado Corazón, el domingo pasado, hasta el triste desenlace, hubo tiempo para que se congregaran a su alrededor sus seis hijos, residentes en distintos puntos de España, junto a su marido, Alfonso Diez, inseparable de la duquesa en sus últimos días.
Su salud había comenzado a resquebrajarse cuando el año pasado sufrió una fractura de fémur durante un viaje a Roma y tuvo que ser operada de urgencia. Pocas apariciones públicas demostraron que la duquesa de Alba no estaba pasando un buen momento. El fin de semana pasado se supo que una gastroenteritis complicó mucho su estado general y una neumonía terminó por vencerla.
Descendiente del rey Jacobo Estuardo, de Cristóbal Colón, de Jaime el Conquistador, y de tantos nombres rimbombantes más, Cayetana de Alba acumulaba más títulos nobiliarios que nadie en el mundo actual. Ella decía que no le importaba toda esa estirpe, pero pasó su vida entre palacios, siempre acompañada de un séquito de admiradores y logró la simpatía del pueblo español, obteniendo mejor imagen pública en las encuestas que la cuestionada familia real liderada hasta hace poco por Juan Carlos I.
«Soy Cayetana, Cayetana de Alba. Tengo otra media docena de nombres y unos cuantos títulos. A menudo se ha escrito que poseo más que ningún otro noble en el mundo. Tal vez, puede ser. En todo caso, que escriban lo que quieran. ¡Se han dicho tantas cosas sobre mí! Unas pocas, verdaderas; otras muchas, falsas; y bastantes, simplemente bobadas», dijo en su primer libro autobiográfico Yo, Cayetana, editado en 2011.
«Excéntrica noble», así solía etiquetarse a Cayetana desde su juventud. Nacida bajo el signo de Aries, la tercera mujer en dirigir la Casa de Alba en sus 539 años de historia generó en torno a su persona una leyenda: nada parecía detenerla. No tenía prurito en posar para jugadas producciones de fotos en las revistas de la época, abrir las puertas de sus jardines o mostrarse en eventos sociales envuelta en glamour y burbujas. Incluso con ella los paparazzi lograron la foto más buscada: el topless de la aristócrata. Cayetana se desnudó sin ningún cuidado en la playa nudista de Punta Galera, un refugio hippie muy de moda en los años 70. Las imágenes se guardaron 30 años y su anatomía al desnudo fue tapa de Interviú en 2011. El retrato fue un testimonio indiscutible de sus años de juventud y libertad.
En los últimos días, su internación en la Unidad de Cuidados Intensivos de la Clínica del Sagrado Corazón de Sevilla mantuvo a toda España en vilo siguiendo el minuto a minuto en las redes sociales de su evolución, y luego de su agonía. Sus seis hijos tomaron la decisión de sacarla del sanatorio para que estuviera tranquila en su hogar, el Palacio de las Dueñas, donde hace apenas tres años bailaba una sevillana, exultante porque había dado el «sí» por tercera vez en su vida a Alfonso Diez. Bailaba frente a la multitud de cámaras, frente a las millones de personas que la veían en sus televisores, para que todos supieran que se podía volver a empezar a los 85 años.
Esas ganas de vivir, tan intensas y tan honestas, marcaron su historia. Quizás fue eso lo que la convirtió en un personaje tan popular en el mundo. ¿Qué otro noble logró algo similar? Lady Di era princesa. Sissí, emperatriz. Máxima, es reina. Pero Cayetana de Alba no tenía injerencia alguna en los destinos de su país, ni siquiera un peso diplomático. ¿Por qué la Cayetanamanía?
Pese a los 47 títulos nobiliarios, la fortuna que se calcula entre 600 y 3500 millones de euros, sus permisos únicos en el mundo -como el de entrar a caballo a la Catedral de Sevilla o no tener que inclinarse ante los reyes-, su vida no fue un jardín de rosas. Su madre murió cuando ella tenía siete años, víctima de tuberculosis, y tal como contó en sus memorias, no guarda recuerdos felices de sus últimos días junto a ella. Solo que la echaba de su habitación y ella no entendía que era por temor al contagio. Sufría en secreto. Aunque el inconsciente hizo lo suyo: «No recuerdo nada del entierro de mi madre, ni lágrimas en casa… supongo que los niños se defienden ante esas situaciones. Cuando me di cuenta de que había vivido una infancia dura y solitaria, ya era adulta y estaba preparada para no dejarme llevar por las debilidades o por las quejas».
No dejarse llevar por las debilidades, sin dudas, fue su estandarte. Se casó a los 21 años con Pedro Luis Martínez de Irujo, hijo de los duques de Sotomayor y marqueses de Casa Irujo, en una boda que fue catalogada como la más costosa de la historia, con 2500 invitados, que, se dijo, costó 20 millones de pesetas españolas de esa época. Él estaba terminando su carrera de ingeniero y quería casarse con el título universitario bajo el brazo, pero Cayetana y su avasallante personalidad fueron más fuertes: «¿Para qué querés recibirte si vas a ser Duque de Alba?, le dije, y me hizo caso», contó orgullosa en una ocasión aunque más tarde él se convertiría en ingeniero industrial y abogado.
Tuvieron seis hijos -Carlos, Alfonso, Jacobo, Fernando, Cayetano y Eugenia-, pero la vida le dio otro golpe: en 1972, cuando la pequeña Eugenia cumplía cuatro años, Luis fallecía víctima de leucemia.
Hasta entonces, había llevado una vida acorde con lo que la aristocracia mandaba: un marido de ilustre apellido, muchos hijos y un perfil relativamente bajo. Hacia fines de los 70, decidió dar un volantazo a la tradición: se casó con un ex jesuita y teólogo, algo que en las altas alcurnias no era bien visto. Solo tuvo elogios para Jesús Aguirre, quien la acompañó hasta su inesperada muerte, ocurrida en 2001.
En 2010, la duquesa tuvo que enfrentar otro momento difícil, pero esta vez por su propia salud. Hacía tiempo que su estado se había deteriorado por una isquemia cerebral que le provocó una hidrocefalia que la dejó en silla de ruedas. Una vez más hizo todo lo que estaba a su alcance para salir adelante y pudo recobrar su vitalidad gracias a una válvula que absorbió gran parte del líquido que se derramó en su cabeza. Había conocido a Alfonso Diez dos años antes. Y estaba decidida a casarse. Y a saltar un nuevo obstáculo: la oposición de sus seis hijos.
«Alfonso no quiere nada, ha renunciado a todo. No me quiere más que a mí», proclamaba por esos días a quien quisiera oírla. Lúcida y segura de sus decisiones, que defendería hasta las últimas consecuencias, dividió su herencia entre toda su prole. Carlos Fitz-James Stuart, quien se convierte ahora en duque de Alba, recibió la Fundación Casa de Alba (con sus palacios de Liria y Monterrey, entre otros), la colección de medio centenar de ducados, marquesados, condados y grandezas y la responsabilidad de preservar el legado histórico y monumental, fincas rústicas -entre ellas, uno de los mayores latifundios de Córdoba, en El Carpio- y casas en alquiler. Alfonso, duque de Aliaga, recibió parcelas rústicas y la finca del antiguo castillo de El Tejado (XIV), que ha sido rehabilitado, en Calzada de Don Diego (Salamanca). Jacobo Fitz-James Stuart, conde de Siruela (Madrid, 1954), recibió también algunas fincas rústicas. Fernando heredó la mansión de Las Cañas, en Marbella, y propiedades agrícolas. Cayetano, conde de Salvatierra, recibió el palacio de Arbaizenea, en San Sebastián, la finca de 20.000 metros cuadrados que pertenecía a la familia de su padre, los duques de Sotomayor, y del cortijo Las Arroyuelas, un gran latifundio en Sevilla. Eugenia, duquesa de Montoro, se convirtió en la dueña de la mansión de Ibiza donde veraneó Cayetana hasta sus últimos años, y el cortijo de La Pizana, una finca de 600 hectáreas en Gerena (Sevilla).
Su primer nieto, Fernando, hijo del flamante duque de Alba, recibió el Palacio de las Dueñas, para garantizar que esa, la mansión favorita de la duquesa, sea siempre propiedad del heredero de la Casa de Alba. Excluido Fernando, Cayetana donó una finca en el campo a cada uno de sus ocho nietos restantes.
Pese a ello, las especulaciones siguieron hasta el momento en que Cayetana se casó con Alfonso Diez. «Todo es propiedad de mis hijos», insistía ella a quien quisiera dudar de la buena fe de su querido Alfonso. El 5 de octubre de 2011, radiante en un vestido de Victorio &.mp; Lucchino rosa con aires flamencos, puso broche de oro a una vida apasionada. Los tres años que siguieron a su boda los transitó entre los resplandores de su vitalidad y las sombras del deterioro físico. Como dicen los sabios «una dama sabe cuándo debe irse». Cayetana lo supo. Que descanse en paz.