El vocablo proviene del latín humilitas (hummus, “tierra”; itas “cualidad de ser”) y entre sus posibles interpretaciones podríamos señalar que se trata de una de las características más esenciales del ser humano con los pies bien puestos sobre la tierra. En una de las disertaciones presentadas por BBVA, el Dr. Mario Puig sostuvo que uno de los motivos por los cuales los seres humanos nos tropezamos una y otra vez sobre la misma piedra es básicamente por “falta de humildad”. Y caracteriza a la misma como una de las virtudes más importantes, porque nos lleva a vivir plenamente.
La persona realmente humilde, sostiene, no es sólo modesta o apocada, sino que es alguien quien tiene “mentalidad de principiante”. Dicha mentalidad es propia de quienes teniendo un amplio reconocimiento por su saber y sus logros, escuchan a los demás como si fueran un alumno más (en el diálogo, con cualquiera, “están plenamente ahí”). Asimismo, añade, este tipo de personas no suelen buscar culpables cuando cometen errores, sino que lo que les interesa averiguar es lo que realmente ha sucedido para poder comprenderlo y subsanarlo. Se trataría, continúa, de una mentalidad estrictamente científica, interesada, curiosa y enjuiciadora. Cuando una persona es humilde y tropieza en el error, está dispuesta a reconocer que se ha equivocado y no va a perder el tiempo intentando ocultarse ni ante sí misma ni ante los demás ante lo sucedido. Esto sucede porque lo que el precitado pensador llama “persona humilde”, ante una situación de desconocimiento o error, realiza el acto de sensatez (sensatus; “dotado de buen juicio y percepción”) intelectual más puro y digno: se deja asesorar, pregunta, escucha atentamente, pide ayuda y se deja ayudar. De aquello pasamos entonces a pensar un problema que es consecuente con lo precedentemente señalado: el rol que cumple la soberbia, la antítesis de la sensatez.
El soberbio (superbus; “el que está por encima”; “altanero”) pone toda su voluntad y sus fuerzas en la imposibilidad de aceptar las cosas como nos son dadas (o, dicho de otra manera, pretenden que las cosas sean solamente a su medida), procurando que la vida se amolde a sus caprichos. Al impedir el espacio de apertura propio de la sensatez y la humildad, los soberbios no tienen más alternativa que convertirse en necios (nescire, “negación del saber”). Ahora bien, es curioso cómo el vocablo latino que indica sensación de superioridad ante los demás se viste de gala con un traje que lo revela incondicionalmente, la mezquindad (del árabe miskin, “indigente”, “pequeño”).
Como hemos podido apreciar, el acto cognoscitivo requiere de una apertura que implica una renuncia a la posibilidad del mito mezquino del conocimiento sólo por méritos propios y a la cerrazón de los necios de pensar que nadie puede enseñarme absolutamente nada. Mientras el sabio, que es sensato y humilde, escucha, el soberbio, que es necio y mezquino, vive en la convicción de que su insignificante porción distorsionada de “conocimiento” vale más que cualquier posibilidad de apertura al saber. No hay diálogo ni enseñanza posible, ni tampoco la ínfima cercanía a la aprehensión o construcción de conocimiento sin la apertura propia de aquellos que aún conociendo, reconocen desconocer mucho más de lo que saben. En sus Confesiones, Agustín de Hipona lo explicita magistralmente al señalar que“había amado la vanidad y buscado la mentira“[…] “en los fantasmas que yo había tomado por la verdad se hallaba la vanidad y la mentira” (l. IX, c.4, 9,357).
Mientras que la humildad conduce al conocimiento y al trato sensato con los demás, la soberbia y la necedad conducen al fundamentalismo mezquino y violento que cree poder dispensar del aporte de “los otros” que puedan brindar “algo más” a la existencia. Mientras uno abraza a la apertura mediante la pregunta en el diálogo, el otro se cierra ante el silencio y la unicidad de perspectivas. Mientras uno descubre entre tropiezos, el otro genera tropiezos y clausura espacios de conocimiento y acción. Pero ésta no es una simple reflexión teórica, sino que sus implicancias en la vida social son considerables, más si tenemos en cuenta la relación directa que existe entre el conocer y el hacer. Quien mal conoce, mal actúa. Y más aún, quien actúa desacertadamente con soberbia, pocas chances tiene de enmendar lo realizado, puesto que no quiere aprender para enmendar, y sólo le queda profundizar aún más su desacierto. Y, si a esa ecuación se le añade una cuota de poder (en el ámbito que sea) hace su aparición en la escena la violencia, la compuerta que corta todo fluir de buen vivir posible.
Lisandro Prieto Femenía. Docente. Escritor. Filósofo San Juan – Argentina